viernes, 9 de enero de 2009

El chupón del hampón

Estas cosas suelen ocurrirles a los médicos, a los bomberos, a los policías. Pero a veces a los periodistas nos toca el infausto encargo de anunciarle a los padres de un muchacho desaparecido en 1993 que ya sabemos dónde está su hijo. Es más, no sólo que ya se sabe -con cierta aproximación- que su desaparición obedeció, casi con obviedad, a que había sido asesinado, sino que además había sido macabramente cremado en el horno subterráneo del Pentagonito a manos de Sosa y sus secuaces y que ahora -trago saliva- no habrá dónde velarlo sino en la puerta trasera, gélida y desolada, de ese monstruo de siete cabezas que se alza en San Borja. Lo siento mucho, mi más sentido pésame.

Mi chamba era un reportaje sobre el libro de Ricardo Uceda, Muerte en el Pentagonito. No tenía idea de que los padres del muchacho se habían cansado de buscarlo unos años antes y que debía ser yo quien les diera la noticia del hallazgo. Menos que tuviera que acompañarlos, llevando velas, flores y una foto, hasta el lugar donde por última vez su hijo respiró, y dejar en la puerta -porque si intentábamos ir más allá podríamos correr la misma suerte- todas las lágrimas posibles al saber, al menos saber por fin, dónde está. O dónde se quedó la última exhalación de su historia.


Esa fue, si no me equivoco, la primera vez que tomé nota de este nombre: Elías Manuel Ponce Feijoo, tan mentado por estos días (Leer el completísimo post de Desdeeltercerpiso). Ponce no era militar, era marino, y había un entuerto extraño en la forma como fue secuestrado el estudiante y en la manera en que terminó sus horas en el Pentagonito. Ponce Feijoo hasta el día de hoy no ha rendido cuenta por la desaparición de Martín Roca Casas, pero esa ahora parece ser la más remota de las acusaciones en su contra. Hoy el tema que zumba en las radios es su voyante empresa, Bussiness Track SAC -perfecto nombre para las voraces ambiciones de su gerente- con sede en la avenida Salaverry, que proveía de "seguridad" informática a renombradísimas empresas, municipios, y hasta al Estado peruano. Plop.
Y no metería las narices en el tema si no fuera porque este asunto se sabía -una pinche reportera de investigación, osea yo, lo sabía- desde hace como dos años. El detalle, como siempre, era probarlo. En enero del 2007, cuando trabajaba como reportera en La Ventana Indiscreta, me fue encargado un informe sobre los hambres que bullían tras bambalinas en el organismo de inteligencia nacional, que ha cambiado tantas veces de nombre que ya nadie sabe cómo llamarlo. La DINI, como finalmente ha quedado bautizada la CIA peruana, era un botín. Y un botín por el que se afilaba los dientes todas las mañanas el siempre recordado Almirante Luis Giampietri, hombre de armas tomar -desde los tiempos del Frontón- que un día me tomó por las muñecas en un pasillo del Congreso para que lo dejara en paz con el asunto del IDL, ONG de derechos humanos a la que odia con tempestuosidad marina.
El Almirante, se desgañitaban ciertas fuentes de inteligencia, quería como fuera dirigir la DINI. Pero no con su nombre y apellido, evidentemente, sino a través de su hombre de confianza: Elías Manuel Ponce Feijoo. Se decía, por esos días -y esto era sumamente complicado de probar- que el buen almirante le llevaba las ultimitas a sus amigos poderosos gracias a que contaba con información "privilegiada". Por esos días también se dedicó, decían las fuentes, a asustar al presidente con supuestos planes para asesinarlo. Una de las personas que sabía de esto era Fernando Rospigliosi, lo sé porque me reuní con él varias veces pero compartíamos la dificultad para probar el embrollo.
En mi intento por avanzar en la investigación acudí a citas con extraños personajes que me daban el encuentro en centros comerciales supuestamente para darme información -ese era el gancho- pero que pretendían, clarísimamente, averiguar más bien qué tanto sabía yo. No era difícil saber en qué andaba, bastaba con pinchar mi humilde celular. Por más que no solté prenda por teléfono, el asunto se cerró en cierto punto del camino. Los chuponeadores pertenecen a una especie de cofradía en la que se aplica una ley sangrienta: cae uno, caemos todos. Al cabo de medio mes, no había manera de patearle la puerta a nadie. Sólo con una orden judicial, y tratándose encima de políticos poderosos que protegen desde el Olimpo a sus "informantes" hubiera sido humanamente imposible irrumpir en una central y encontrarlos con el chupón entre los dedos.
Lo que sí me quedó clarísimo es que había una guerra intestina por el control de la DINI y que Giampietri se relamía por controlarla. Cada mañana alguien le llevaba un sobre al Almirante, casi casi como alcanzarle el periódico, con información que seguramente él administraba bien. Pero de ahí a probar en televisión nacional y a lanzarme con hipótesis sobre la clase de información que llevaba el sobre era una aventura temeraria. Un mes después, con otros mil encargos del día a día, abandoné la investigación.
Lo curioso es que los chupones han llamado a mi puerta desde hace años. Recuerdo la vez en que un coronel del Ejército en actividad, Raúl Silva, me citó para hacerme oír un audio en su automóvil. Era una conversación de Roberto Huamán Azcurra y otros presos del penal San Jorge. Habían chuponeado el teléfono público. Huamán hablaba en clave con una de sus amantes, pero los chuponeadores ya habían tenido tiempo suficiente, de seguro, para descifrar las claves del máster en chuponeo, Huamán, que irónicamente era víctima de sus armas: "Tráeme caramelo, ¿ya? Tráeme caramelo y también marshmello". Yo trabajaba entonces en la revista Somos y el coronel Silva, buscando seguramente el máximo impacto de su audio, decidió entregárselo a una reportera del programa Panorama que ese domingo paralizó al país con su supuesto hallazgo.
Años después el coronel Silva apareció involucrado en un operativo fallido del entonces CNI -Consejo Nacional de Inteligencia- para "recuperar" equipos de chuponeo. No sólo no recuperaron nada, sino que se gastaron 80 mil soles del presupuesto. Al ver su nombre mencionado en el diario La República volví a tomar contacto con Silva. Estaba aterrado creyendo que iban a desnudarle las finanzas. Silva sabía de varias empresas de chuponeo y se enorgullecía de la calidad de su información. A mí, que ya trabajaba en Cuarto Poder, nunca quiso revelarme dónde quedaban las centrales de escucha. Pedía dinero y decía seguirme, siempre con la misma sonrisa oscura que me daba escalofríos. Traté de presionarlo para que me diera alguna información pero no cedió.
Cansado tal vez de mis intentos por sacarle la verdad, Silva me citó en una cevichería. Mi trato con él siempre fue de periodista a fuente, pero sospechaba que grababa nuestras conversaciones y que era un maestro del doble juego. Me advirtieron, además, que era un tipo más, mucho más que peligroso. Acudí a la cita sola, como siempre, y en una mesa, mientras él se empachaba con un plato de mariscos, me dijo que basta de investigaciones, que no me iba a pasar nada ahora si publicaba la información pero que en un año, tal vez dos, yo podía aparecer sin una pierna y el director del programa, Mauricio Aguirre, podía aparecer sin cabeza. Y nadie iba a relacionarlo con el asunto. Creo que fue un acierto de Mauricio esperar un poco más, pero el astuto Silva adelantó su jugada y ese domingo su versión apareció en La Ventana Indiscreta - él nunca dio la cara, pero se presentó como el gran informante echándole la culpa a otros, César Almeyda incluído-. Él mismo les había llevado los datos y desviado el foco de atención, se había vendido como el valiente acusador y así neutralizaba mis hallazgos. Touché.
Al cabo de unos meses Rosana Cueva tomó la dirección del programa. Sin buscarlo, nuevamente, el escándalo estalló. A la jefa de la unidad de investigación le entregaron los documentos del fallido plan y el tema, por tanto, volvía a la agenda. Con un retortijón en las tripas volví a llamar a Silva, pero esta vez él ya no estaba dispuesto a negociar. Lo amenacé con denunciarlo si no revelaba dónde estaban las centrales de chuponeo, y su respuesta fue aún más categórica. Esa misma mañana, después de mi reunión con él, el correo de la directora fue hackeado. Los mails del programa enloquecieron, las líneas telefónicas fallaron y personas desconocidas empezaron a llamar preguntando por el tema. La amenaza fue tan flagrante que el jefe de toda el área de prensa del canal, sabiendo de la amenaza en mi contra, me pidió que por favor no arriesgara más el pellejo en ese asunto y que lo dejara de lado. Al menos momentáneamente. El tema, finalmente, fue a parar al archivo.
No sé qué ha sido de la vida de Silva desde entonces. Lo que he empezado a creer, con los años, es que tal vez él no manejaba las centrales de escucha, que tal vez él había vendido los equipos y que eran sus amigos los que le regalaban las cintas para sus bussiness (track). Pero, insisto, el chupón es una mafia dura y puede ser estar tan blindada como el Pentagonito o la Base Naval del Callao. Por eso las declaraciones de Ántero Flóres Aráoz me suenan a saludo a la bandera, y por eso coincido con Rospigliosi en que el mismísimo presidente ha tenido que intervenir en esto. ¿Qué tenía que ver la DIRANDRO en una investigación de chuponeo? ¿Por qué fue el general Hidalgo, tan cercano al presidente, quien dio el golpe? ¿Quién, por debajo del presidente, intentaba bloquear las investigaciones? ¿Qué le quitaba el sueño a Giampietri? ¿Cuántas centrales más hay? ¿Quiénes las manejan? Veremos cómo se desenvuelve esta madeja. Mientras tanto habrá que estar atento a los requiebres de nuestras dignísimas autoridades. Y si algo me pasa, ya saben a quién echarle la culpa.